El sueño de Obona es un relato escrito por José María García Alvarez. En él, describe un espacio lleno de encanto del Camino Primitivo, Obona; donde se halla el monasterio de Santa María la Real, originario del siglo IX.
Por José María García Alvarez
Corría el mes de agosto del año de 1966 cuando, de mañana, León Bezuquet despertó, más tarde y aturdido que de costumbre, en un humilde alberge de Santa Eulalia de Tineo. En la jornada precedente, cansado de la prolongada pendiente del camino y sorprendido por la cerrada y húmeda niebla, había tenido que dejar de caminar, para descansar en un alojamiento imprevisto.
Jubilado tres meses antes, llevaba más de veinte días recorriendo desde la lejana Francia las transitadas veredas del Camino de Santiago. En realidad, todavía no estaba seguro de la verdadera razón por la que había iniciado este largo viaje. No sabía si lo hacía para reencontrarse con las creencias religiosas, la fe y otras ilusiones perdidas en su juventud o si había salido de su Tarascón natal con un viejo deseo; la ya casi olvidada promesa, de imitar la antigua peregrinación de su abuelo por este mismo camino.
El abuelo, lo mismo que su famoso convecino Tartarín y la mayoría de los habitantes de Tarascón, había sido un aventurero, aunque más con la imaginación que con la realidad. Además, había regresado de Santiago convertido en un ser diferente; influido por misteriosas circunstancias que nunca explicó.
Paradójicamente, poco después de cruzar el Ródano, lejos de encontrar la paz que anhelaba, continuaba un tanto desconcertado, sin ordenar las ideas que se aglomeraban en su mente. Había iniciado el camino pensando exclusivamente en sí mismo, sólo con la intención de buscar el sosiego interior; más, a medida que caminaba y descubría nuevos pueblos y paisajes, mayor era su confusión. Estaba perdiendo sus escasas convicciones, mientras otras, paulatina y sutilmente, le invadían. Es verdad que no había hecho otra cosa que andar, observar y pensar en solitario; apenas había hablado con los extraños con los que se había cruzado y caminaba o reposaba pensando, casi hablando consigo mismo.
Sin embargo, después de salir del albergue para reanudar el camino, ya más descansado y tranquilo, se encontró con un cielo limpio, sin rastro de la niebla de la jornada precedente. El sol no calentaba demasiado y León, con cierta parsimonia, se detenía de vez en cuando a echar una mirada a las verdes praderas que lo rodeaban, a los cercanos valles y a las más lejanas montañas que limitaban todo el horizonte. Amaba la naturaleza y daba gracias al Creador por permitirle contemplar aquel rincón de la tierra de inusual grandiosidad y belleza. Aún no era consciente de que, desde que salió de Tarascón, era la primera vez que se sentía ilusionado y con cierta claridad en sus objetivos. No sería la única novedad que le depararía la jornada.
León Bezuquet había iniciado la peregrinación estrenando impecable vestuario: sombrero, pantalones, camisa y chubasquero que, ahora sucios y deslucidos, le daban un cierto aspecto de vagabundo harapiento; aspecto que se acrecentaba aún más con su piel tostada, en la que florecía una barba descuidada y blanquecina. Sin embargo, a pesar de que ya había cumplido sesenta y cinco años, su delgadez, la agilidad con la que se movía, la mirada soñadora, una fácil sonrisa y, en especial, el tono de su voz y sus palabras le daban una apariencia jovial. Era evidente que le sobraban ánimos y condiciones físicas para realizar el largo Camino de Santiago.
Al llegar a una suave loma se detuvo junto a una antigua ermita de piedra, fascinado por el gentío desperdigado por un prado que subía desde el pequeño llano y se perdía de vista en la parte más alta. Varias orquestas de músicos, vestidos con típicos trajes, hacían sonar gaitas y tambores, rodeados de niños, en medio de templetes, tiovivos, tómbolas e improvisados bares.
Mientras paseaba entre la gente, al viajero le llamaron la atención las numerosas personas sentadas o de pie alrededor de manteles rectangulares, colchas y cartones extendidos sobre la pradera, a la sombra de corpulentos árboles; efímeras mesas en las que abundaban numerosas viandas: chorizos, lomos, jamones, empanadas, lacones, “choscos”, tortillas, repostería, fruta y otros alimentos. Jóvenes uniformados rodeaban pequeñas cubetas apoyadas en elevados trípodes, de las cuales vertían a un fino y regular vaso un líquido que bebían en riguroso turno, del que nadie agotaba el contenido, que arrojaban con descaro al suelo. León miraba a su alrededor con asombro y deseando conocer lo que allí pasaba, preguntó a un muchacho:
–Perdón, ¿me puede decir qué celebra tanta gente aquí? ¿Qué están bebiendo?
En un tono muy jovial y amable el muchacho le contestó:
–Este es el Campo de San Roque; aquí nos reunimos cada año los habitantes del contorno para disfrutar y celebrar la fiesta de la villa de Tineo en honor al santo; nuestro patrono. Muchas familias vienen con la comida y la toman sentados sobre la hierba. Yo soy socio de una peña y en compañía de un grupo de amigos comemos y, sobre todo, disfrutamos bebiendo sidra, que también es la bebida típica de Asturias.
El joven, dirigiéndose al compañero más cercano a la pipa, le dijo:
–“Xuán, sirve un culín a este peregrino”
El aludido vertió la sidra en un vaso y se la ofreció a León que, imitando a los demás, bebió un solo trago y derramó el sobrante.
–Está a buena temperatura y da gusto beberla– dijo León a la vez que aceptaba un buen trozo de la empanada que le ofreció otro joven, vestido con una camisa similar en la que se leía ”Peña Los Frixuelos”, quien también le animó a continuar bebiendo:
–Puede beber la que quiera que no hace daño; ni emborracha.
Cada vez se reavivaba más la conversación y los incansables bebedores le invitaban sin tregua. León aceptaba gustoso y, con agrado, bebió y comió más de lo que debería de aquellos exquisitos alimentos. Pero tenía que continuar su camino. Apenado por dejar tan grata compañía, retomó el paseo de los frailes con el enorme placer de sentir la sombra de las hayas y robles centenarios y majestuosos que lo cobijaron hasta llegar a la cima de la villa de Tineo.
Optimista, después de visitar la iglesia de San Pedro, enfiló la calle de la Fuente de San Juan, no sin reparar en los viejos hórreos y en los típicos edificios construidos en piedra; algunos mostraban sus antiguos blasones; todos apiñados en las empinadas cuestas, asentadas en roca viva. Estaba claro que se encontraba en un recóndito y original lugar, cuyo casco urbano se perdía cuesta abajo, hasta no sabía dónde. Apenas se detuvo; continuó por el viejo camino que, paulatinamente, bordea y sube la ladera de la montaña; atravesando bosques, pequeños valles y arroyos, hasta coronar la cima en la parte menos elevada, ansioso por llegar a Obona.
A medida que remontaba, divisaba mejor los campos y aldeas asentadas en la lejanía que destacaban entre el verde de prados y bosques. Su buen humor crecía al recrearse con la belleza del paisaje y, quizá, a consecuencia de los efectos de la sidra que también le estaban ocasionando más de un trompicón.
En la cumbre de la sierra descansó un momento sin dejar de admirar las montañas majestuosas; algunas de las cuales podía observar ahora por encima de sus cimas; los extensos bosques, y la generosidad de la naturaleza. La fragosidad de aquellos espacios le hizo recordar a su abuelo cuando le contaba que se había tropezado con un oso en Asturias. Desde aquel punto, no le quedaba más que descender por la vertiente opuesta para alcanzar el valle escondido, donde ubican el pueblo de Obona y el monasterio del mismo nombre. Tomó un sendero bastante pendiente que bajaba casi directo al valle y pronto divisó una aldea situada en la ladera contraría; poco después, asentado en lo que parecía una rica y cultivada llanura, le sorprendió el tamaño y aislamiento del monasterio.
Cerca del monasterio, en la fuente del El Matoxo, aplacó la sed provocada por la abundante comida y el cansancio del caminar; no sabía de las bondades del agua de esta fuente, en la que el Padre Feijoo tenía tanta fe que se la hacía llevar a Oviedo en cántaros especiales. Sólo de ella bebía, distinguiéndola de cualquier otra. Entonces recordó que su abuelo le había hablado del monasterio de “Eau Bonne”, en francés pronunciado “Obon”; casi lo mismo que Obona, nombre también derivado de “Agua buena”.
La que de lejos parecía homogénea arquitectura monacal, al acercarse se convertía en un conjunto de dispares edificios rodeados casi por completo de impenetrable maleza. Sin embargo, siguiendo el camino, León descubrió un buen acceso a la explanada protegida por viejos muros de piedra desde la que se entraba directamente a la iglesia. El peregrino halló la puerta cerrada y volvió paseando con deleite por la pradera, buscando la sombra de un viejo tilo que crecía al final de la antesala, para disfrutar de este entorno que contagiaba placidez y serenidad. La impresionante belleza del valle, la soledad y el sabor histórico del centro monacal le genraban una especial emoción.
Desde aquel rincón, León podía contemplar los ondulados cerros cubiertos de frondosos bosques que, descendiendo hasta el valle, abrigaban al monasterio y le aportaban las aguas de sus manantiales para darle vida con el agradable murmullo de su fluir y generar riqueza en las tierras y los molinos. A su alrededor continuaba la influencia mágica del entorno. Hiedras y musgos de variados y bellos tonos cubrían gran parte de las paredes y techos de las dependencias auxiliares y de otras más antiguas, casi en ruinas, situadas junto a él. La maleza también abrazaba y ahogaba a los que antaño fueran pródigos nogales, manzanos, avellanos, perales y ciruelos que crecían alrededor del monasterio mezclados con helechos y zarzas.
El viajero pudo percatarse de que lo más atractivo de la fachada de la iglesia de Santa María de Obona eran sus cuatro archivoltas planas semicirculares que, descansando en columnas de capiteles, enmarcaban la portada. También llamaron su atención dos escudos con leones y castillos situados en las fachadas del monasterio. Debajo del último se leía: “ADELGASTER, HIJO DEL REY SILO, ME FUNDÓ, AÑO DE 871. REEDIFIQUEME EL DE 1659”.
Ensimismado, invadido por los efectos del calor, la abundante comida y bebida, el cansancio, los extraños efluvios emanados de la hojarasca húmeda, con el bienestar de la sombra bajo el tilo, quedó envuelto por un profundo sueño.
Súbitamente, sintió cómo alguien lo llamaba, animándolo a levantarse y seguirle. Entonces descubrió que un monje vestido a la vieja usanza le invitaba a unirse a la comitiva de otros más, que en dos filas se dirigían a la iglesia, ahora abierta de par en par. Caminaban con pausa y recogimiento entonando en latín el “Introito”.
León se unió a los monjes con emoción y expectación. Al entrar en el templo se percató de que había caído la noche; todos llevaban velas encendidas y el interior de la iglesia resplandecía de una manera especial. El que distinguían como Abad portaba un estandarte; le seguía otro con una cruz, y ambos se dirigieron al altar. Los demás, siguiendo un perfecto orden jerárquico, quedaron en diversas filas en la nave central de la iglesia. En esta disposición continuaron celebrando la misa con fervientes plegarias y potentes cantos, acompañados por los acordes sublimes de un órgano. Cuanto más subía la entonación de las voces del coro, más se encogía el alma del romero que, no obstante, miraba todo con suma curiosidad. De repente, se hizo un gran silencio y el Abad, con una voz persuasiva, sosegada y varonil dijo:
–Queridos hermanos: todos sabéis que estamos orgullosos de habitar en este monasterio de Santa María La Real de Oubona, uno de los primeros de España, fundado en el año 781 por el príncipe Adelgaster y su esposa Brunilde, cuyos restos yacen en este altar. Por otra parte, quiero recordar que el rey Alfonso IX de León, a principios del siglo XIII, después de visitarlo le concedió el privilegio de paso ineludible del Camino de Santiago. Desde entonces hemos acogido, como estamos haciendo hoy, a infinidad de peregrinos.
Algunos de los viajeros llegan con la ansiedad de conocer nuevos templos, con la esperanza de olvidar, de ser perdonados o recuperar ilusiones pérdidas. Muchos vienen huyendo de un entorno hostil; caminan intentando borrar los remordimientos y las preocupaciones que durante toda su vida los han agobiado. Otros, los menos, desean encontrar aquella fe que profesaron en su juventud. Hay romeros superficiales, simples aventureros que sólo pretenden conocer nuevas gentes y lugares sin otros fines concretos. Unos pocos buscan la perfección de su rica vida religiosa, pero todos intentan esperanzados encontrar algo en lo que creer y cambiar el sentido de su vida: en definitiva, mejorar las condiciones de su existencia y obtener algunas migajas de felicidad.
Nuestro mayor deleite -continuó- es ver llegar a un peregrino triste, cansado o agobiado y conseguir que reanude el viaje alegre y esperanzado. Algo influyen el paisaje, las piedras y la carga histórica de este monasterio; un poco nuestras palabras y mucho la fuerza de Dios. Sin embargo, tenéis que saber que la auténtica alegría y libertad sólo se consiguen con la soledad, la penitencia y el sacrificio de la peregrinación interior. Nos satisface reconfortar y animar a los romeros con el fin de que durante el buen trecho que aún falta hasta llegar a Santiago, consigan madurar sus almas y corazones para alcanzar, ya en el interior de su magnífica Catedral, el anhelado despertar a la auténtica felicidad.
Se iniciaba el ocaso, cuando un mastín, que atendía por León, se acercó ladrando, cada vez con más fuerza, a nuestro dormido peregrino. Su dueño, un niño de unos diez años, temeroso de que se abalanzase sobre el viajero, intentaba calmarlo llamándolo con insistencia:
–¡León, ven aquí! ¡Vuelve! ¡Quieto León! — gritaba el niño mientras llegaba hasta el tilo donde dormitaba el peregrino, y retenía a su perro por el collar.
— ¡No despiertes ni asustes a este pobre hombre, León! –insistió el pequeño.
El romero, que seguía concentrado en las palabras del Abad, minimizaba y obviaba los ladridos del perro; sin embargo, al sonar de manera tan suplicante su nombre, poco a poco iba tomando conciencia de la realidad, y abandonado lo que parecía un profundo sueño. Abrió los ojos y pensó que tal vez un ángel lo llamaba y a su lado ladraba el diablo. Después de un instante de plena confusión, se levantó, miró a su alrededor y enseguida supo donde se encontraba, aunque continuaba sin saber lo que acababa de suceder. Vio la puerta de la iglesia abierta y avanzó hacia su interior. Una señora la limpiaba; León le preguntó:
— ¿Dónde están los monjes que cantaban aquí hace un momento?
La mujer, ante el desvarío de la pregunta, el aspecto del peregrino y la desazón que mostraba, lo tomó por un loco, aunque le contestó con la mayor cordura posible:
–Mi nombre es Jovita; he nacido y vivido durante 43 años en el pueblo de Obona, donde también lo hicieron mis padres y mis abuelos, que sólo recordaban de oídas cómo los frailes cantaban todos los lunes una misa y los domingos un responso por el eterno descanso de los fundadores del monasterio. Ahora, aquellos monjes han de estar enterrados alrededor de la iglesia.
León apenas la escuchaba y continuó buscándolos sin encontrar atisbo alguno de ellos. Su desconcierto aumentó al observar y reconocer la clara influencia románico-cisterciense del interior del templo, y al ver las mismas tres naves separadas por cinco arcadas apuntadas que desembocaban en ábsides semicirculares. Encima del altar permanecía el Cristo de influencias bizantinas clavado con cuatro clavos, la cabeza recostada en el hombro derecho y con la dulzura de la muerte en el rostro. Asimismo, reconoció la imagen de La Virgen del Carmen que destacaba en lugar privilegiado.
Al notar que faltaban algunas estatuas y, en especial, un ara muy antigua de mármol, repujada en plata, en la que sobresalía la figura de San Salvador sentado en un trono rodeado por los evangelistas y con algunas reliquias, pregunto a la mujer:
–¿Dónde han guardado las imágenes tan antiguas que faltan en los retablos? ¿Por qué han retirado el ara tan bella que estaba en el altar?
La limpiadora quedó asombrada y, mirando al peregrino, cambió su primera impresión: ahora le parecía un visionario; no sabía qué pensar. Sin apenas darse cuenta, comenzó a decir:
–Ya recuerdo… Durante los primeros días de la pasada guerra civil unos desaprensivos desvalijaron la iglesia; sacaron papeles, santos y muebles prendiéndoles fuego delante del templo, imitando una leyenda de hace varios siglos en la que se cuenta cómo Poliatos, un vecino de Villaluz, que también odiaba a los monjes, estuvo a punto de quemar todo el monasterio. En cuanto al ara, dicen que alguien la puso a buen recaudo obteniendo sustanciosos cuartos por ella.
León continuaba estupefacto: no entendía nada de lo que había pasado, pero tampoco le importaba. Le había inundado una rara sensación de sosiego, fe y esperanza; no acertaba a saber si había vivido un sueño o una realidad. Quizá, por casualidad, había recuperado con todo detalle las descripciones que su abuelo le había relatado.
En lo más profundo de su alma, León tenía la convicción de que estaba viviendo momentos sobrenaturales y tomó la decisión de permanecer toda la noche en el monasterio. Allí dormiría y esperaría a que el amanecer se iluminase de nuevo, para recorrerlo con detenimiento. Deseaba disfrutar en soledad esta extraña sensación con la que se había despertado; esperaba que mientras estuviese a la vera del monasterio se mantuvieran las extraordinarias vivencias que aún le invadían.
Y al día siguiente, reanudaría el camino…
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