Nueva entrada en la serie de Relatos, con un texto del escritor y criminólogo Ricardo Magaz, sobre un encuentro en un mesón del Camino de Santiago. Su título, El inspector del vuelo de las aves.
Ricardo Magaz
El peregrino detuvo sus pasos ante el mesón, en un pueblo a las afueras de León, echó un vistazo al rótulo de la puerta y la empujó con determinación. El aroma a puchero le conquistó de inmediato la nariz. Observó durante unos segundos y dudó. Las mesas eran corridas, de tal suerte que los comensales debían compartir tablero con otros que no conocían de nada. Al cabo, advirtió que existía una plaza libre al fondo del salón.
El hombre se acercó, descolgó la mochila y dejó su bastón en el suelo. Luego arrastró ligeramente la silla vacía. A su izquierda, una pared de piedra tosca. A la derecha, una mujer de mediana edad y melena enredada que tal vez formara parte de una excursión que había aparcado en las inmediaciones el autocar para almorzar. De frente, pero algo separado, un abuelo con la cara surcada de arrugas y rictus bondadoso, miembro seguramente del mismo grupo romero que llenaba distraído el resto del comedor.

Composición para la narración El inspector del vuelo de las aves, swRicardo Magaz, con fotografía de caminante y fragmentos de pinturas medievales. elcaminodekunig.com
Antes de acomodarse, el caminante saludó a la que iba a ser su convecina.
-Buenas tardes. ¿Le importa que me siente? -preguntó a la mujer.
-No, en absoluto -respondió ella con una sonrisa de circunstancias, sin darle mayor importancia.
El hombre se acomodó en la mesa donde una quincena de personas se afanaban despreocupadas en calmar los estómagos. Seguidamente recolocó sus cosas de manera que no molestaran y se presentó.
-Me llamo Nikolay Vasíliev y estoy haciendo el Camino de Santiago… Es un placer comer a su lado -agregó algo sobreactuado con la palma de la mano en el pecho.
-¡Ah!, encantada -respondió ella.
-Disculpa, pero con el ruido no he oído bien…
-¡Encantada; me llamo Ana! -aclaró la mujer elevando el tono.
-Entendido, Ana -asintió el peregrino con un gesto afirmativo de cabeza.
El camarero se acercó al hombre y tomó nota en su libreta. La carta del local anunciaba “menú jacobeo a 10 euros”. El viajero dio su aprobación. Luego alcanzó la jarra de agua, llenó un vaso hasta rebosar y sació la sed que le apuraba. Al poco le sirvieron el primer plato que despachó en silencio. Ya en espera del segundo, miró de nuevo a su costado y pestañeó para arrancarse.
-¿Vienes de Santiago?
Absorta en la tertulia con sus compañeros de expedición, la mujer interrumpió la charla para atender al forastero.
-Sí, hemos estado visitando por la mañana la catedral de Santiago y regresamos a casa. Somos una asociación cultural que organizamos excursiones los domingos.
-Yo vengo desde Roncesvalles y llevo veintipico días de ruta -confesó el caminante.
-Un esfuerzo digno de alabanza -resolvió la mujer mientras se apartaba un bucle de cabello de la frente-. Discúlpame la curiosidad, pareces extranjero…
-Ah, ya… -exclamó él, como esperando la objeción que tantas veces le habían formulado a lo largo de su vida-. Mi padre es de Bielorrusia y mi madre de Málaga. Yo vivo en Madrid.
-Espero que no te parezca mal, pero si eres ortodoxo me extraña que hagas precisamente el Camino de Santiago -insistió ella mirándole a los ojos con una brizna de reserva.
Nikolay se retrepó en la silla para que su cuerpo revirara y se dio prisa en contestar.
-Bueno…, soy una especie de apátrida que cree en todas las comuniones. En realidad, hago esta ruta porque es el viejo camino de las estrellas al confín de la tierra. Compostela, como sabrás, significa justamente campo de estrellas.
-Vaya, nunca lo había visto de ese modo -se disculpó la mujer adoptando un aire que despejara atisbos de intransigencia-. Estás bastante enterado de la historia jacobea -reconoció para no dejar morir la conversación en ese punto delicado.
-No tanto como quisiera -indicó el viajero haciendo un ejercicio de falsa modestia-. El Camino de Santiago ha existido siempre con otros nombres. Empezando por la Vía Láctea y siguiendo en el periodo prerromano cuando se convirtió en la senda al Altar del Sol, situado en el fin de la tierra, hoy llamado Finisterre, a la sazón el lugar más remoto del mundo conocido donde los viejos pobladores adoraban al astro rey y al milagro de su muerte y resurrección diaria -apremió para no prolongar demasiado la explicación vanidosa.
La mujer permaneció en silencio unos segundos. El tipo no era un idiota. Sabía de lo que hablaba y se expresaba con soltura en castellano. Si, como decía, era también español, podía haber estudiado en un colegio o en una universidad de España.
Ana empezaba a experimentar un chispazo de inquietud por aquel brete de sobremesa.
-La verdad es que se puede recorrer el Camino por muchos motivos… -recapacitó la mujer antes de beber un trago de agua para darse tiempo y manejar algún argumento sólido.
-Estoy de acuerdo -convino el hombre-. El Camino es una arteria reflexiva de encuentro. Yo en realidad lo hago por una promesa y una misión.
Ana le hubiera preguntado inmediatamente por los dos motivos que le abocaban al Camino, pero consideró que sería un descaro y prefirió encauzar la charla por otro carril.
-Es cierto que muchas personas van a Santiago por promesas. En nuestro autocar hay varios. La gente no tiene tiempo para dedicar un mes de peregrinación a pie, por eso funcionan las excursiones de fin de semana.
-Es comprensible -respondió él sin dar tregua al silencio-. Yo llevo veintidós días caminando desde que salí de Roncesvalles. Ahora tomaré el itinerario del monje Hermann Künig, una antigua variante del Camino Francés que acorta desde el siglo XV un buen trecho las fatigas a Compostela.
-Entonces, ¿has cogido vacaciones para ir a Santiago? -interpeló la mujer.
-No; por fortuna mi trabajo me permite estos parones.
Ana pensó que sería una imprudencia sonsacarle su profesión, y a punto estuvo de no hacerlo, pero le pudo más la curiosidad que la mesura.
-¿Te puedo preguntar, si no es indiscreción, a qué te dedicas?
-Por supuesto. Soy inspector del vuelo de las aves.
La mujer tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, vaciló si volver a interesarse por el asunto o guardar silencio. Finalmente, no concedió beneficio a la duda.
– ¿Qué eres qué…? -acertó a musitar con el ceño fruncido.
-Inspector del vuelo de las aves. Es un concepto que viene de la Roma Imperial. Plinio el Viejo les llamaba avium inspex, es decir, augures o vaticinadores. Hoy en día serían como videntes pero sin trampas.
Ana prefirió no intervenir en espera de que el viajero continuara con aquella declaración inaudita. Y así fue.
-Las acrobacias de las aves, sus sinfonías y a veces sus vísceras me muestran lo que está por venir. Es un don innato que poseo desde niño. Cuando estoy en campo abierto mis capacidades sensoriales se agudizan. Sin embargo, en la ciudad apenas percibo nada -concluyó sosteniendo la mirada.
La mujer respiró con ansia y tomó un sorbo de agua. Después depositó el vaso en la mesa y cruzó los brazos en un gesto involuntario que, al decir de los entendidos en lenguaje corporal, es tanto como ponerse a la defensiva. No le apetecía seguir escuchando aquella historia disparatada sobre el vuelo de los pájaros. Sin duda, el caminante le estaba tomando el pelo. Aún así, advirtió un irresistible deseo por saber qué impulso le conducía a Santiago.
-…dices que viajas a Compostela por una promesa y una misión… -dejó caer, achicando el tono de voz con algo de apuro.
-Sí; hago el Camino como promesa para expiar mi culpa.
-¿Y qué culpa tan grande es esa que te lleva a…?
-¡Por las lágrimas que derramaré! -contestó el caminante sin que la mujer hubiera terminado la frase.
Ana, se dio cuenta de que el hombre no le iba a dar más datos acerca de la enigmática razón; atónita, decidió explorar otra vía.
-¿Y la misión?
Nikolay cambió de semblante y templó la perplejidad de la mujer.
-Si has leído Peregrino a Compostela, de Paulo Coelho, mi misión, como la del brasileño, es hacer una obra buena. Coelho necesitaba descubrir su espada de maestre y yo quiero encontrar a una persona especial.
-¿Y quién es esa persona? -inquirió ella sin pausa para el aliento.
-¡Tú! Esa persona eres tú, Ana Belén. El vuelo de las aves me vaticinó que te encontraría hoy aquí. Por eso llevo esperándote dos días y dos noches detenido en este pueblo, igual que Coelho se paró otras dos jornadas en la aldea abandonada de Foncebadón para cumplir su deber junto a la colina de piedras de la Cruz de Ferro.
La mujer quedó inmóvil al oír al forastero pronunciar su segundo nombre. Hubiera deseado tener capacidad de respuesta, pero algo indescifrable se lo impidió. Cuando le aminoró el vahído, pensó que estaba ante un loco de modales ensayados, pero un loco, al fin y al cabo.
El hombre se percató de la tensión que había causado y trató de reconducir la situación.
-Nada tienes que temer de mí. Lo sé todo sobre ti. Lo he podido ver adelantado. Esta tarde morirás si montas en el autocar de la excursión. Tendréis un accidente y fallecerás en la ambulancia, cerca del hospital. Pero puedes evitarlo quedándote en tierra. Esa es la razón del encuentro contigo, para advertirte que no subas al autobús. Debes confiar en mi palabra…, en este pobre nómada que has encontrado en un rincón del Camino a Santiago de Compostela…
Y sin esperar respuesta, porque acaso ya la conocía, el peregrino se levantó del asiento, colgó la mochila del hombro, tomo el bastón y, después de deslizar un billete de diez euros sobre la mesa como pago del menú, encaminó sus pasos hacia la puerta de madera dejando atrás la mirada incrédula de la mujer. Él sabía que su meta era partir.
Y se fue. Con lágrimas en los ojos; expiando su culpa. Porque lo que se pierde de esa manera se anhela para siempre.
Ricardo Magaz
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