La sardina ha sido siempre un alimento de consumo frecuente por los peregrinos, y así aparece en multitud de relatos de los viajeros a Compostela; muy especialmente de aquellos que marcharon por el Camino Portugués y por el territorio costero de las rías gallegas.
Por Tomás Alvarez
El consumo de este pescado de brillo gris plateado también se detecta en las crónicas de quienes bordearon tierras del Atlántico, tales como la costa del Cantábrico y el occidente francés. Asimismo, se ven en lugares del interior, como constató el viajero italiano Giacomo Antonio Naia, quien las menciona a su paso por Ponferrada: “aquí abundan las sardinas, frescas y brillantes como la plata; grandes y hermosas, aunque no saladas, sino más bien dulces”.
La injusta minusvaloración de la sardina
Mucha gente, acostumbrada a valorar los productos por su precio, minusvalora la sardina por su bajo coste, clasificándola como “comida de pobres”. Sin embargo son multitud los gastrónomos que han reparado en su calidad, su textura, jugosidad y sabor delicado. Su valoración alimenticia también es alta, por su contenido elevado de proteínas, hierro y fósforo.
Seguramente la característica que la hace menos apetecible, sobre todo en los núcleos urbanos, es el fuerte olor que desprende durante su preparación. Por ello, no faltan quienes no sólo minusvaloran a este pescado de pobres, sino al vecino o la vecina que lo cocina y propaga su fuerte aroma por el edificio.
Esa visión discriminatoria de este humilde pescado también la mostraron los redactores del viaje de Cosme III de Medici. Así el cronista Lorenzo Magalotti se entusiasmará por la abundancia de pescados exquisitos en Galicia. Citará a las ostras, salmones, sábalos y lenguados; pero se olvidará de citar las humildes y abundantísimas sardinas.
Un consumo inmemorial
El consumo de la sardina es inmemorial, y especialmente intenso en los ámbitos marítimos, aunque en el transcurso de la Edad Media se ampliaron las labores de salazón y secado para ampliar el tiempo de conservación y cubrir la demanda del interior, incentivada por el crecimiento poblacional y las obligaciones religiosas de abstinencia de consumo de carne en determinadas fechas.
Una forma tradicional de conservación de la sardina era la del encurtido y conservación en barricas de madera. Son las llamadas “sardinas arenques” de las que habla el mismo don Quijote en la novela inmortal de Miguel de Cervantes.
Münzer y las sardinas gallegas
Jerónimo Münzer, en el final del siglo XV nos habla de las sardinas de la costa atlántica peninsular, aunque queda especialmente impresionado al llegar a Redondela, en la provincia de Pontevedra, “pequeña villa que se alza junto a un brazo de mar y en donde pescan sardinas en pasmosa cantidad”.
En su camino hacia Santiago de Compostela, el viajero alemán se asombrará de nuevo poco más adelante al hallar también una gran abundancia de sardinas en Pontevedra y califica a estas como “principal alimento en toda aquella comarca”. El propio Münzer había visto antes abundante provisión de sardinas arenques en los mercados lisboetas, y precisó que venían de Setúbal.
Otros autores de crónicas de peregrinación también citan la sardina. Guillaume Manier, que viajó a Santiago en 1726, a los veintidós años, con otros tres mozalbetes, desde Picardía, en el noroeste francés, disfrutó de las sardinas en varias ocasiones.
La primera cita se refiere a su paso por Blaye, en la orilla norte del Garona, donde tomaría un barco para alcanzar Burdeos. En Blaye abundaba el vino y estaba barato el pescado; y el mozalbete cruzaría el estuario de la Gironda con su provisión de víveres: la calabaza llena de vino blanco y doce sardinas asadas a la parrilla.
Ya en Santiago de Compostela, este viajero degustaría unas sardinas “que son medio arenques”, con lo que tal vez se refiere también a las sardinas encurtidas y conservadas en sal y barrica de madera. En la vuelta hacia Francia, Manier volvería a disfrutar de las sardinas en Tapia, Asturias, donde engulló seis sardinas, una decena de huevos y pan en exceso, menú que repitió con sus compañeros a la hora de la cena.
La sardinada piadosa de Albani
Pero tal vez la más piadosa de las sardinadas sería la que relató el peregrino italiano Nicola Albani a su paso por Redondela.
Albani era un personaje difícil, a veces contradictorio. En ocasiones austero y de ética rígida, en ocasiones con comportamiento pícaro. Secretario de un prelado, viajó en 1743 desde Nápoles a Santiago; una vez llegado a Santiago marchó a Lisboa, y desde esta ciudad retornó a Compostela al año siguiente, para beneficiarse del Año Jubilar.
El 14 de diciembre de 1743, el italiano llegó a Redondela, donde pidió limosna por las calles, recogiendo gran cantidad de pescado, especialmente una sardinada. “Cosa digna “ad manducandum”, escribió. Fue tanta la cosecha de sardinas que el viajero entregó una parte a la propia encargada del albergue y aún le quedó suficiente para invitar a dos peregrinas de Castilla que llegaron aquel atardecer al mismo centro de acogida.
Albani relata cómo en el hospital se había puesto a asar las sardinas cuando llegaron las mozas viajeras, de hermosísimo rostro, especialmente la más joven. El peregrino invitó a las recién llegadas a compartir el condumio, y en medio de la cena, la más joven, especialmente cariñosa, le explicó que deseaba dormir con él, a lo que el italiano se negó.
Un idilio sin final feliz
Con el fin de liberarse de las carantoñas y asedios de la viajera, el mozo se fue a la cama. Una vez acostado, ya metido en sueño, la bella peregrina se colocó a su lado, totalmente desnuda, con el fin de proceder al deleite carnal conjunto.
De poco valieron las “hermosas palabras” de la joven mujer ante aquel viajero recién confesado y comulgado en Compostela. El viajero, cansado de resistirse a la invasora, acabó gritando en demanda de auxilio. En medio de la trifulca llegaron la alberquera, su hijo y numerosos vecinos quienes la emprendieron a palos con las dos castellanas, a las que echaron del albergue, en una noche de recia lluvia.
Afectado por la violencia de la escena y el sufrimiento de las mujeres, arrojadas a la calle a las dos de la mañana en noche de temporal, el peregrino italiano ya no pegó ojo en el resto la noche.
Otros modos de consumo del pez
La aventura de Albani nos conduce a la forma más social y popular de la gastronomía de las sardinas en la actualidad. Porque, desdeñado por algunos su consumo en el hogar, por mor de remilgos y olores, el consumo de estas a la brasa, al aire libre, sigue siendo habitual en campos, riberas, playas y chiringuitos veraniegos de toda la Península Ibérica.
Y en relación con el consumo en el Camino, otra referencia a las sardinas. No cabe duda de que en el flujo viajero a Compostela las sardinas están hoy más presentes que nunca; porque fue a partir del siglo XIX cuando se incorporaron al consumo habitual las conservas enlatadas; de modo que estas se hallan así en todos los supermercados de la vía.
Mas para el viajero que recorre el litoral portugués en dirección a Santiago ha surgido en los últimos tiempos otro «consumo» de la sardina; porque el humilde pez es ahora un gran icono turístico, de modo que en todas las tiendas de recuerdos, las sardinas, hechas de cerámica, madera o tela compiten con el inevitable y colorista gallo de Barcelos; otro símbolo también del pasado santiagueño.
Para conocer más sobre las comidas en el Camino, consultar el libro «Pucheros y Zurrones. Gastronomía del Camino de Santiago».
Deja tu comentario