Por Tomás Álvarez.
Giacomo Antonio Naia fue un peregrino italiano del siglo XVIII muy especial, pues aúna su condición de religioso con la de hombre/espectáculo, animador de conventos con su guitarra, marionetas y cantos de su autoría.
Naia era natural de Iesi, en el centro-este de la península italiana. Fraile carmelita, salió de camino hacia Compostela el 2 de junio de 1717, y no regresaría hasta abril de 1719. Su viaje estuvo inspirado en el libro del boloñés Domenico Laffi. Esa influencia se nota hasta en el titulo de su relato: Viaggio in Ponente a San Giacomo di Galitia, e Finisterre.
Entre las narraciones de peregrinos es esta –la de Antonio Giacomo Naia- la que presenta un encanto más festivo, donde brilla el sentido del humor, la jovialidad, las ganas de vivir, la generosidad y el gozo epicúreo de los manjares en los refectorios de los conventos del continente europeo.
Dos años por los caminos
El viaje hasta Compostela duraría ocho meses; mucho más de lo habitual. Pero el retorno también le supuso bastante tiempo –Casi dos años en total- pues realizó un itinerario errático, sin ajustarse a las sendas habituales.
Su relato tiene encanto y se enriquece con la compañía de un “español”, seguramente carmelita, borracho y follonero, del que acabará liberándose cuando el compañero se embarca como capellán de un barco militar, en Barcelona.
Entre los valores de su testimonio está el de dar una visión en ocasiones detallada de los daños sufridos por España en la reciente Guerra de Sucesión. Esos destrozos son particularmente visibles en las localidades de Cataluña y Aragón, y de forma especial en Barcelona. Cabe recordar que Naia pasó por estas tierra en 1717 y el fin de la Guerra de Sucesión se había concretado con los Tratados de Utrech-Rastatt entre 1713 y 1715.
Giacomo Antonio Naia y los condumios
Aparte de sus descripciones generales de muchos lugares y tipos en los puntos por los que discurrió su viaje, Naia aportó un auténtico diario de cocina, pues informa regularmente sobre los condumios. En los convites, este monje ofrece con frecuencia la alegría de sus cantos, entre el regocijo del clero congregado a los postres en torno a él. Este, no solo canta y toca la guitarra, sino lleva marionetas y presenta sus propias composiciones que en ocasiones son copiadas por los frailes de los conventos visitados. Entre sus creaciones, el Canto de la Madre Badesa y la Prosa de los conversos.
En su relato, muy vivo, se denota la alegría de vivir. Sin embargo, frente a su enfoque epicúreo, y al amor – a veces desmedido- hacia la comida y la bebida, asombra que el fraile de Iesi mantenga una actitud crítica con la relajación de otras costumbres en los conventos que va visitando.
Acompañado del conflictivo monje español, su guitarra y su asno, el viajero avanza hacia Módena para alcanzar Milán y Turín. En el itinerario describe las iglesias, los cuerpos santos y otras reliquias. Entre estas, en Binasco explica que en un convento de su orden hay una gran capilla con un arca en la que está el cuerpo del Apóstol Santiago. En Galicia –le dicen- sólo está un brazo.
Un ágape glorioso
Las descripciones son especiales en materia gastronómica. En Basignano, por ejemplo, en norte de Italia, narra un almuerzo al día siguiente de la fiesta del Carmen, en el que participaron veinte comensales. El menú fue grandioso:
Dos tipos de entremeses, salami y fritos; sopa de callos; ternera cocida y estofada; ensalada de truchas y alcaparras; carne mechada exquisita, una pieza para cuatro; pollo estofado para cada uno; un pescado asado y relleno, de 20 libras de peso; lomo de ternera asada, una pieza para cada cuatro; varias clases de frutas; surtido de dulces, y queso parmesano. En materia de vinos, blanco y tinto enfriado en nieve.
Tras tal banquete se celebró la fiesta; dos monjes con violines y Naia con guitarra y sus marionetas. El de Iesi hizo reír a la congregación con sus voces de monjas, especialmente la abadesa. Tras varias horas de celebración, al final sacan un barril con cánula que se pasaban de uno a otro con una canción: Oh caballeros cuantos vos sois, mantened una regla cuando bebáis, mantened la regla de los suizos, empinar el codo y tocar los pífanos. La estrofa se repetía cada vez que el barril pasaba de mano en mano.
La descripción rebosa optimismo. Naia escribe: …y así estuvimos varios días y me pedían que me estableciera allí… o por lo menos que retornara allí a la vuelta de Galicia.
El Camino a Compostela
Pero el camino continúa. Tras cruzar los Alpes, Naia alcanza Chamberí, capital de Saboya, para subir hasta Lyon. Desciende luego hacia el sur por Nimes, Montpellier y Perpiñán para entrar en Cataluña y Aragón. Luego conecta en Logroño con el clásico itinerario del Camino Francés. El viajero describe excelentes condumios por Castilla y el Reino de León, con suculentos ágapes en lugares como Burgos, Carrión, Sahagún y Astorga, y hasta en pequeñas localidades como Riego de Ambrós, cerca del paso de Foncebadón.
Después de llegar a Santiago viajará a Finisterre, deambulará por toda Galicia, tanto por el entorno de Orense como de Lugo, penetrando hacia León por Piedrafita. Pasará por Ponferrada y La Bañeza y luego marchará hacia Medina de Rioseco, Valladolid y Salamanca.
Naia no sólo come con apetito, sino que disfruta con los sabores y olores, así como con el ornato de las mesas. El relato resultante es un muestrario que nos probará la calidad de los menús de los conventos en el siglo XVIII, comida rica y abundante, salvo escasas ocasiones, como ocurrió en Barcelona. También nos revelará la grandeza de los menús en las casas de los curas españoles, donde halló manjares muy especiales.
Giacomo Antonio Naia en Finisterre
La llegada a Compostela no le produce una especial emoción. Alude al “negocio” de la peregrinación: un canónigo vende la lista de reliquias y también ha de pagar por la Compostela. El italiano alaba el edificio catedralicio y de forma especial la escalera y el pórtico. Luego seguirá adelante
Naia verá el Atlántico en Finisterre y la Gloria en la mesa del párroco del lugar, que le obsequio con una venturosa cena: una cacerolada de hígados de pez lobo, aliñados con cítricos y cocinados con mantequilla; un centollo que nunca había visto de tal tamaño, así como unas sardinas frescas y suaves. Pan rico y vino fuerte aligerado con agua y canela.
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