Viajeros de numerosas naciones nos han dejado a lo largo de los siglos, en guías y relatos de su peregrinación, una amplia descripción de los alimentos ingeridos en el curso del viaje a Santiago de Compostela. Lo más básico, siempre, consistió en un famoso binomio: el vino y el pan.
Por Tomás Alvarez
Pese a la austeridad de los peregrinos –obligados la mayoría de las veces a vivir de la caridad– la realización del viaje a Compostela no sólo fue un acercamiento a las reliquias sagradas del Apóstol, sino una interesante experiencia gastronómica. Así lo atestiguan documentos de los viajeros y los centros hospitalarios.
Una recomendación peligrosa
El Código Calixtino –la primera gran monografía jacobea recopilada en el siglo XII- recomendaba el ayuno, para mayor beneficio del espíritu. Sin embargo, la dura realidad mostraba al caminante que las indulgencias no cubrían sus necesidades vitales. El viajero que descuidase la atención debida al estómago se arriesgaba a no llegar a destino.
El famoso códice ponía en boca del «Santo Papa Calixto» la recomendación de ayunar, “para que maltratada la carne con la continencia, haga expiación de las infamias del pecado”.
Sin embargo, el viajero bien podía pensar que bastante expiación era ya el recorrer devotamente incontables kilómetros hasta la tumba del Apóstol, soportando hambres, peligros e inclemencias; subiendo arduos puertos de montaña, e incluso afrontando un evidente peligro de enfermar por contagio con las miríadas de enfermos que se dirigían a Compostela en busca de sanación. Y eso sin hablar de las guerras y las pestes que una y otra vez encontraba el peregrino a su paso por las tierras de toda Europa.
Aguas y vinos
Y si empezamos con la bebida, hay que recordar que el propio Códice advertía de la mala calidad de las aguas de diversos ríos; algunas de ellas las califica incluso de “mortíferas”. En la Edad Media se sabía que el agua podía traer la enfermedad, y que el vino era más sano, porque el alcohol del mismo impedía la proliferación de elementos de contagio de enfermedades.
Por esa razón, en la literatura odepórica se habla habitualmente del vino. Hermann Künig, en su guía –la primera de la Edad Moderna- se refiere una y otra vez a la provisión de vino; y cuando se habla de la calabaza o del recipiente para la bebida, siempre se piensa en el vino; nunca en el agua. La regla no es absoluta. En algunos lugares, como Alemania, una bebida común era la cerveza; en el sur de Francia y el País Vasco se menciona frecuentemente la sidra, y en Galicia las crónicas viajeras apuntan a la escasez del vino.
El Código Calixtino advirtió la peligrosidad del vino, advirtiendo que provoca la pasión y la lujuria; llega incluso a decir que la embriaguez es madre de la ira, la contienda, “el odio, el fraude, la sensualidad y los pensamientos de apostasía”. Pero de poco valieron tales acusaciones, porque acabó siendo la bebida esencial para la peregrinación.
Las grandes cubas de los monasterios
En el recorrido, los monasterios solían contar con buenas cubas; para ello, los centros de zonas montañosas y clima frío solían tener dominios en tierras más bajas, donde se aseguraban el aprovisionamiento del vino. Este no sólo era necesario para la comida, sino para la celebración de la propia misa.
Un modelo de convento con poderío fue el de los benedictinos de Sahagún, ciudad animada y propicia para el placer, en cuyo recinto monacal se albergaba la mayor cuba del mundo. Parece que tenía una capacidad de 30.000 cántaras, y la literatura picaresca nos dejó varias citas de ella. Debía ser muy necesaria, pues el gasto anual de vino del referido monasterio era –datos de 1782- de tres mil cien cántaras.
Si la caridad de los monasterios resultaba proverbial; otros peregrinos como Giacomo Naia testificaron que en las casas de los clérigos de todo el camino tambien se recibia una atención excelente.
La fama caritativa hispana
La generosidad con el peregrino fue general, incluso en las aldeas más humildes. Aunque había tierras con diferentes niveles de bondad. En este sentido, una canción medieval alemana de la peregrinación, Von sant Jacob, alude a la tacañería de los saboyanos y a la amabilidad de los habitantes del Languedoc y de España. Dice así:
Seguimos por la tierra de Saboya,
no nos ofrecen ni vino ni pan;
nuestras esportillas están vacías,
y si un hermano a otro se dirige,
le despiden con una mala historia.
Mas cuando llegamos a Santo Espíritu (Pont Saint Esprit)
nos regalan con pan y vino bueno
y vivimos en puro regocijo;
el Languedoc y la tierra de España
todos los hermanos encarecemos.
la gastronomía de la peregrinación.
La atención era especialmente buena en los grandes hospitales y monasterios; en ellos no solía faltar un caldo, un trozo de pan, vino y a veces algo de carne. Estos establecimientos no sólo tenían finanzas saneadas, sino grandes fincas donde se aprovisionaban de todo tipo de productos.
Había centros de especial grandeza, como el Hospital del Rey de Burgos. Estudios del siglo XVI indican que se daban allí a cada peregrino un buen pan; a cada tres viajeros se les entregaban dos libras de carne (una de cecina y otra de carne fresca), además de vino, y sopa con tocino. Aunque toda esta generosidad no impidió que un regente del establecimiento pasara a la las leyendas de la peregrinación como envenenador de viajeros.
Frente a la caridad en centros como este o el de Roncesvalles, la atención de los hospitales más humildes era escasa. Entonces, el peregrino solía pedir por los domicilios del lugar, en los que podía recibir al menos un pedazo de pan. “Con pan y vino, se anda el camino”, rezaba el refrán popular.
Y si aún así no se callaba el hambre, cabía el recurso de buscar en el campo algo que llevar a la boca, fuesen setas, fruta o uvas dejadas por los vendimiadores, tal como se lee en relatos de los viajeros.
El pan, y las sopas
El pan era la esencia del menú, y el peregrino lo almacenaba en su mochila para los tramos en los que menguaba la caridad o donde los pueblos estaban muy separados… Y un derivado del pan eran las sopas, que consistían básicamente en pan empapado en caldo.
En los relatos peregrinos se comprueba que es habitual que el propio peregrino se hiciese sopas u otros guisos. En la literatura odepórica hay lugares famosos por las sopas. Entre ellos figura San Martín del Camino, en el Páramo de León. Se trata de un lugar humilde donde el hospital tenía establecido –según el Catastro de Ensenada- que había de dar al peregrino pan y manteca para que este se hiciese sopas calientes. Toda una lección de caridad, refrendada por varios peregrinos que escribieron sobre este centro hospitalario.
Eran estas, tierras de cereal, donde las sopas solían llevar –tradicionalmente- uno de los más humildes complementos: el ajo. En la zona de San Martín aún se siguen degustando, engrandecidas con alguna carne de la matanza o algún pez, cuando el río está cerca.
Comidas sencillas
Muy cerca de San Martín discurre el río Órbigo, famoso internacionalmente por sus truchas. En la zona –por donde pasó Hermann Künig en el siglo XV- se siguen elaborando deliciosas sopas de ajo con truchas.
Así pues, la comida del peregrino era sencilla. Y en los días en los que la generosidad alcanzaba cotas mayores, además de pan y vino recibiría queso, cebolla, un trozo de tocino, carne –rara vez- y a veces huevos…
El menú también podía consistir en pescado por las tierras de buenos ríos y en la costa marítima. En este último caso, lo más común eran las sardinas, tal como se ve en relatos famosos como los de Nicola Albani o Guillaume Manier, en ámbitos como las costas de Portugal, Galicia, Asturias o la costa atlántica francesa.
Curiosamente, a veces podían viajar en las mochilas de los viajeros alimentos exóticos. El propio Cervantes describe en el Quijote a unos peregrinos de Ausburgo, que llevan en su equipaje huesos de algún jamón… y caviar. Los primeros servían para ser chupados y entretener el hambre y el caviar para disfrutarlo en pequeñas dosis, tomando las huevas del pescado con la punta del cuchillo.
Los grandes mandatarios
Mayor calidad podría hallarse en las mesas de los viajeros pudientes; las de los grandes burgueses, nobles o mandatarios religiosos. Para ellos no faltaban ricos condumios que poco tenían que ver con el ayuno predicado por el “Santo Papa Calixto”.
El propio clero no favorecía el ayuno. Así lo podemos ver en el relato del viaje de Cosme III de Medici, al que el arzobispo compostelano obsequió en su visita con veinte cubos de ostras, aparte de una nutritiva provisión de lenguados y jamones.
Cosme III de Medici era relativamente remilgoso y exigente, pero amante del comer. En el viaje por España disfrutó de lo gastronómico, especialmente de productos como el chocolate –una novedad en su tiempo- y los pescados y mariscos del mar de Galicia.
El dolor de la escasez
Pero no siempre fue todo tan fácil. En el siglo XV, tenemos el caso de la peregrinación del noble bohemio Leo von Rozmithal, quien viajó por Castilla en tiempos de guerra civil; fue un periplo en el que tuvo incluso problemas para comer como correspondía a su alcurnia.
Rozmithal marchaba con una comitiva de más de cuarenta personas, entre ellas relatores del viaje. Estos contaron que en su recorrido por la Meseta no encontraban vino y si querían pan tenían que comprar harina, para hacer torta sobre ceniza caliente.
Se describe el territorio como un país sin vacas, sin gallinas; sin huevos, ni leche; una tierra donde no dan albergue y han de acampar con temor en los despoblados. En estas ocasiones, tal vez un viajero solitario hubiese superado las dificultades con mejor fortuna…
Los nuevos tiempos
En la actualidad, el sentido de la hospitalidad y la atención al peregrino ha cambiado, y los viajeros acostumbran a pagarse la restauración. En muchos lugares del Camino hay un menú para el peregrino que le proporciona una comida sencilla, a un precio muy asequible.
El crecimiento de la marea de peregrinos ha animado a los negocios de hostelería, donde los viajeros pueden tomar excelentes productos de la tierra; alimentos que antaño tan sólo eran habituales en el menú de los más pudientes o en los ricos centros de atención como el Hospital del Rey o el de Roncesvalles.
En la Cartuja de Miraflores vemos cómo en la Última Cena que esculpió Gil de Siloé, los reunidos aparecen tomando cochinillo; seguramente, el artista tomó la idea de las ricas mesas de Burgos, entre las cuales cabe incluir a la del poderoso hospital real, fundado por Alfonso VIII en el año 1195.
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