Por Tomás Álvarez
Las ruinas del monasterio de San Antón me emocionaron desde el primer momento en que las vi. Sus altivos restos góticos me hablaban de arte; su deterioro y destrucción me empañaba el alma con el amargor de las decadencias; el conocimiento de su pasado rememoraba el sufrimiento de los cientos de miles de afectados por el espantoso mal de los ardientes…
El ruinoso edificio monacal también hablaba del hundimiento de un territorio que antaño tenía el orgullo de ser centro de un imperio dominador del orbe.
Desde las verdes tierras del Arlanzón hasta Castrojeriz, el viajero camina por medio de un paisaje de soledades y desolación. La orgullosa torre de la iglesia de Hontanas es sólo un espejismo en una tierra calcinada por el sol; mundo de despoblados y de austeridad.
Ruinas, lobos y soledades
La crónica del viajero Domenico Laffi sobre su segundo viaje a España nos retrata con realismo este ámbito. En Viaggio in Ponente a San Giacomo di Galitia, el clérigo boloñés nos muestra la dureza de este terreno de muerte, soledades y lobos. Para más aspereza del relato, Laffi hizo el trayecto en medio de una plaga de langostas.
Tal vez influenciado por la lectura de la obra del boloñés, cuando descubrí las ruinas góticas de San Antón, poco más adelante de Hontanas, me vinieron a la mente otras venerables piedras; las de las misiones jesuíticas, que poco tiempo antes pude ver desmoronadas y abrazadas por la selva. Piedras y espacios que rezuman a la par grandeza y miseria.
Alfonso VII, el emperador leonés, fundó este centro monacal en el año 1146, como xenodoquio; es decir, con el fin de ser punto de atención y acogida de enfermos y viajeros. Los restos actuales son del siglo XIV.
La peregrinación y la salud
El centro, dependía de la orden de San Antón o de los Hermanos Hospitalarios de San Antonio. Estos vestían hábito negro con la letra griega tau en el pecho. El distintivo aparece aún en el rosetón del templo, parcialmente conservado.
En la Península Ibérica había dos centros rectores de la Orden; uno era este y el otro el de Olite, en Navarra. Un aspecto particular de los monasterios antonianos era su cualidad de centros de salud.
La salud siempre fue desde la antigüedad una razón para la peregrinación. Aún en nuestros días, salud y peregrinación siguen estado en relación directa.
Cada año, millones de personas visitan Lourdes, la pequeña ciudad francesa arracimada en torno a la impetuosa corriente del Gave. Ciudadanos de más de un centenar de países recorren sus calles, el entorno de la gruta del milagro y los santuarios marianos; muchos llegan allí en busca de la curación.
El agua de la gruta tiene para muchos un don del cielo: capacidad de curar. Cada año hay centenares de personas que se sienten recuperadas tras el viaje, aunque el listado oficial de “curaciones milagrosas” es mucho más exiguo.
La peregrinación a un lugar apartado como Lourdes está indisolublemente ligada a la salud. No es un caso nuevo. Desde la antigüedad tenemos constancia de la existencia de lo que se ha llamado los “santuarios terapéuticos”, el más famoso de los cuales era el de Esculapio en Epidauro, Grecia. Allí, los enfermos eran purificados por medio del agua sagrada.
El Camino de Santiago y la enfermedad
El propio cuerpo del Apóstol también atraía a multitud de enfermos en busca de curación.
Viajar a Compostela fue para millones de seres humanos una iniciativa salutífera. Multitud de europeos abandonaron sus hogares buscando el fin de sus dolencias. El influjo de los santos y las reliquias fue la esperanza para superar tanto las enfermedades físicas como los dolores del alma.
Los poderes taumatúrgicos del apóstol Santiago eran especiales. Recordaba el Códice Calixtino, que el Apóstol no sólo logró multitud de conversiones a la fe, sino fue clave en la curación de todo tipo de enfermedades. Merced a su intercesión se curaban los leprosos, hablaban los mudos o sanaban los envenenados por la mordedura de serpientes.
Pero también había atenciones especiales para curar al enfermo en otros puntos del Camino, como en este del entorno de Castrojeriz.
El mal de los ardientes
Los monjes de San Antón estaban especializados en la lucha contra el mal de los ardientes o fuego de San Antón, modernamente conocido como ergotismo.
La enfermedad se debía a la ingestión de pan contaminado por el cornezuelo, una especie de grano negruzco y alargado que crece en las espigas del cereal, fundamentalmente el centeno; malformación debida al efecto del hongo Claviceps purpurea .
Los afectados sentían un fuego interno en su cuerpo, que causaba convulsiones y delirios, destruía las arterias y tejidos, generando zonas gangrenosas que acababan incluso causando la muerte del enfermo.
Los miembros de la Orden se expandieron por Europa. Desde el principio se volcaron en la atención a los afectados por el mal de los ardientes; más tarde también a los leprosos.
Aquella enfermedad fue muy común en la Europa de la Edad Media. Cronistas como Adémar de Chabannes o Raoul Glaber dejaron cita de las epidemias que segaron la vida de cientos de miles de afectados.
Cirugía, alimentación y oración
La Orden prestaba una atención que combinaba el tratamiento sanitario, la cirugía y la oración. Parte del tratamiento sanitario consistía en una buena alimentación con pan de trigo. No cabe duda que en San Antón la calidad del pan de Castilla debía ser un ingrediente muy favorable, capaz de colaborar a la mejora de los enfermos de aquella enfermedad.
En el siglo XVI se descubrió el origen del mal y se controló su difusión; luego decaería la orden. En el año 1777 acabó integrada en la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén. En 1791 se cerró el centro de Castrojeriz.
San Antón de Castrojeriz y la literatura jacobea
Cuando Hermann Künig citó en su guía jacobea a San Antón, en el final del siglo XV, no se refirió a la atención a los enfermos, sino a la caridad del lugar. Afirmó el monje alemán que antes de llegar a Castrojeriz encuentras la iglesia de Sant Thongues (San Antón); puedes darte prisa en ir allí. Allí te dan el pan que necesites.
El carmelita de Iesi, Italia, Giacomo Antonio Naia viajó en 1717 a Compostela. En su relato dejó escrito que en este centro se daba a los peregrinos buon pan e buon vino en abbondanza
En 1726 peregrinó a Compostela el francés Guillaume Manier; también pasó por este monasterio. En su narración habla precisamente de la cirugía que practicaban los antonianos, y recuerda que estos por el menor inconveniente cortan los brazos o las piernas y los cuelgan en la puerta del hospital
En San Antón, ya no se practica la serratura ni se da el Pan de san Antonio a viajeros y enfermos; ya no hay allí monjes de túnica oscura con la insignia de la tau. De los siglos pasados perviven muros arruinados con grandiosos ventanales góticos; una magnífica portada con sus arquivoltas destrozadas… y un aire limpio en el que flota el misterio de las leyendas becquerianas.
[…] San Antón de Castrojeriz […]
[…] Uno de los centros españoles dedicado a estos es el que existía junto a la localidad de Castrojeriz, […]
[…] solía darse un caldo, un trozo de carne, vino y pan; un pan especialmente valorado en lugares como Castrojeriz, donde se hallaba el convento de los antonianos, quienes cuidaban a los peregrinos que llegaban […]